«Todos los organismos, incluidos los seres humanos, son sensibles a la luz», explica Gad Asher, biólogo molecular al frente de la investigación israelí. «Los ritmos circadianos gobiernan todo lo que hacemos», puntualiza Paolo Sasson-Corsi, responsable del estudio de la Universidad de California.
«Investigaciones previas de nuestro laboratorio sugerían que al menos un 50% de nuestro metabolismo es circadiano, y que el 50% de los metabolitos que dan vueltas por nuestro cuerpo varían su volumen según la hora del día, por lo que era lógico sospechar que esto afectaría al ejercicio», añade el científico californiano.
En ambos casos, los investigadores han trabajado con ratones, que tienen un hándicap: son nocturnos. Y por eso los resultados hay que «traducirlos» a los horarios humanos, que están activos cuando los roedores descansan y viceversa.
Tras analizar pormenorizadamente la capacidad física de sus animales de laboratorio a diferentes horas del día, Asher y sus colegas llegaron a la conclusión de que rendían un 50% o más de media en las últimas horas de la «tarde de los ratones», es decir, hacia el final de su período de máxima actividad. Lo que, traducido al ser humano, significa que para sacarle todo el partido posible al deporte nos conviene ejercitarnos alrededor de la puesta de sol.
Claro que Asher no se quedó ahí. Quería saber si había alguna explicación molecular a la buena respuesta vespertina al deporte. Y la encontró en un metabolito llamado ZMP, cuyos niveles se disparan a última hora de la tarde.
Según el investigador, esta molécula activa rutas metabólicas relacionadas con la glicolisis (la combustión de glucosa en las calderas celulares) y la oxidación de los ácidos grasos. Lo que proporcionaría un «chute» extra de energía al final de la fase activa.
De hecho, el ZMP es un análogo natural de un compuesto llamado Aicar, un dopante de última generación muy usado por los ciclistas.
Lo más interesante del asunto es que, cuando Asher puso a prueba su descubrimiento con una docena de humano, sus sospechas se confirmaron. Hasta el punto de que demostró que consumimos menos oxígeno si nos ejercitamos al atardecer que si lo hacemos por la mañana: una demostración de que somos más eficientes al final del día.
Por su parte, Sasson-Corsi y sus colegas identificaron otra molécula, la HIF-1α, que influye sobre la gestión del oxígeno.
Y que haría que a última hora de la mañana, a mediodía, el ejercicio tenga un impacto óptimo sobre nuestro metabolismo, porque el músculo responde de manera óptima y gestiona mejor la energía en ese momento.
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