Hormigueo, calambres y frío en los pies son solo el principio

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Culpable: un gen mutante

Un buen día notas un leve acorchamiento en un pie. Lo achacas al zapato, que aprieta, o a llevar mucho tiempo sin sentarte. Al poco, aparecen diarreas, sin venir a cuento. Y pierdes peso a toda velocidad. Es la punta del iceberg de la amiloidosis hereditaria por transtiretina mutada (ATTRm), también denominada enfermedad de Andrade o polineuropatía amiloidótica familiar (PAF). Una patología englobada dentro de las ‘enfermedades raras’ que afecta a entre 5.000 y 10.000 pacientes en todo el mundo. En España se estima que hay unos 400 casos, concentrados, sobre todo, en dos focos: Mallorca y Valverde del Camino (Huelva). La isla balear es el quinto foco a nivel mundial de esta dolencia.

El Andrade se desata cuando un gen mutado hace que el hígado fabrique amiloide, una forma alterada de la proteína transtiretina, necesaria para transportar las hormonas tiroideas y el retinol. Esta versión anómala viaja por la sangre hasta depositarse en cualquier órgano o tejido, aunque tiene especial preferencia por el sistema nervioso periférico, el digestivo, los riñones, la vista o el corazón. Allí donde se instale, el deterioro será irreversible. La doctora Teresa Bosch, internista del hospital de Son Espases en Palma de Mallorca y una de las mayores expertas en Andrade a nivel nacional, recalca su carácter hereditario, un factor que explica por qué los pocos casos conocidos están tan localizados. “Actualmente hay descritas más de 100 mutaciones genéticas (en el gen que codifica la proteína transtiretina) como causantes de la enfermedad”.

Los síntomas iniciales más frecuentes son “la sensación de hormigueo, calambres y la alteración en la percepción del dolor y temperatura en miembros inferiores. En menor medida, puede haber una pérdida de peso sin causa evidente, episodios alternos de diarreas y estreñimiento, mareos, disfunción eréctil en el varón, arritmias, sensación de falta de aire (disnea), edemas en miembros inferiores o el síndrome del túnel carpiano”. Una pléyade amplia de síntomas aparentemente poco conectados, que, sumado al poco conocimiento en Atención Primaria, “retrasa el diagnóstico en las fases iniciales y obliga al paciente a peregrinar por muchos facultativos a veces varios años. Incluso con diagnóstico erróneos, como anorexia nerviosa o fibromialgia”.

Quemarse sin notar el agua caliente

A Catilena Bibiloni de la Asociación Balear de la Enfermedad de Andrade (ABEA) no le pilló por sorpresa. “Sabía que era portadora de la mutación, porque cuando diagnosticaron a mi madre, me hice el consejo genético. Cuando empecé a notar los dedos de los pies como acorchados lo vi venir y acudí directamente al internista que llevaba a mi madre. Él me derivó a otras especialidades para que me hicieran pruebas diagnósticas. Era grandota, pesaba 90 kilos y empecé a adelgazar a toda velocidad. Sentía que me consumía viva. Llegué a pesar 58 kilos. Los conocidos me decían ‘Catilena, come, que te estás quedando en los huesos”. Luis Carlos Castilla, vicepresidente de la Asociación Valverdeña de la Enfermedad de Andrade (ASVEA), llevaba algún tiempo notando que le faltaba sensibilidad en los pies. “Trabajaba en la mina en turnos de doce horas y lo achacaba a las botas de seguridad. Un día, al acabar mi jornada, abro el agua caliente en la ducha de los vestuarios, metí el pie y al entrar el resto del cuerpo me percaté de que me estaba escaldando”. De aquello hace dos décadas.

Catilena y Luis lo descubrieron en torno a la treintena. Se engloban dentro de lo que los médicos llaman como forma de inicio precoz (entre los 20 y los 50 años). Existe otra forma de inicio tardío: se manifiesta a partir de los 50 años y afecta predominantemente al corazón y la movilidad de las piernas.

El test de los chispazos

La primera pregunta del especialista es si hay antecedentes familiares. “Si no es el caso o no se sabe, hay que realizar pruebas complementarias, como analíticas de sangre y orina, un estudio neurofisiológico con electromiograma, test cardíacos que van desde el electrocardiograma, ecocardiograma a una resonancia magnética del corazón, un estudio genético y una biopsia de tejido (grasa subcutánea, glándula salival, rectal …) para demostrar o descartar depósito de amiloide”, explica la doctora.

Al echar la vista cinco años atrás, Catilena reconoce que “la prueba más desagradable fue la de Neurología: un electromiograma. Te ponen unos electrodos en pies y manos y te dan corrientes para ver la respuesta del nervio. No es doloroso, pero es como si te entraran chispazos bajo la piel”. La ve incluso peor que la molestia de la biopsia de recto que le mandaron en Digestivo. “No te duermen, te introducen un tubito para tomar una muestra de intestino y ver si hay depósitos de amiloide”. Más llevaderas fueron las pruebas de Oftalmología, “solo un fondo de ojo” y las de Cardiología, “un ecocardiograma y un Holter. Es una máquina parecida a un bolsito que llevas 24 horas pegada al cuerpo y registra el ritmo del corazón a lo largo de todo el día. En un primer momento se hace raro, pero puedes seguir con tu actividad normal sin problemas”. La sanidad pública cubre todo el proceso, pero a su ritmo. No todas se realizan el mismo día y los resultados definitivos, como fue su caso, pueden tardar meses en llegar. “Salieron todas bien, salvo el electromiograma y la biopsia. Con eso me dijeron la enfermedad se está manifestando”.

El armario de fármacos “como el de un señor de 80”

Entre 1990 y 2011 el único tratamiento conocido era el trasplante hepático. No curaba, pero frenaba el avance y daba un margen de casi una década hasta que reaparecían los síntomas. “Tengo 47 años, me trasplantaron hace 19. Fue la primera forma conocida de atajar la enfermedad. Te quitaban un órgano sano y joven para ponerte otro. Pasabas 8-10 años sin síntomas y luego, volvían, porque el problema no está en ese órgano, sino en el gen mutado. Lo curioso es que nuestros hígados iban a pacientes hepáticos mayores de 60 años. Como el Andrade tarda 3-4 décadas en manifestarse, a esos pacientes ya no les va a dar problemas y así se reducen las listas de espera para donantes”. La cirugía les deja inmunodeprimidos de por vida y obligados a medicarse para evitar el rechazo. Mientras, la enfermedad sigue su curso. “No tengo sensibilidad de rodilla para abajo, tengo bloqueos cardíacos (el corazón deja de latir unos segundos) y ha empezado a afectarme a la vista. Por no hablar de las diarreas. Hay episodios que duran 10 días seguidos, de ir varias veces seguidas o pasarte una noche sin salir del servicio. Da igual lo que comas, porque la causa está en el intestino, no en el plato. Y, al día siguiente, todo lo contrario, te estriñes. Entre unas cosas y otras tengo el armario de las medicinas como el de un señor de 80: los inmunosupresores, la medicación para el corazón y los pulmones, vitamina A para la vista y para la faringitis crónica por tener las defensas bajas, antidiarreicos…», bromea Luis. “Lo peor es el inmunosupresor. Después de tomarlo tienes que estar una hora en ayunas. Como a las 8 me levanto para llevar a la niña al colegio, me pongo la alarma a las 7 para la medicación. Y hay días que me deja el cuerpo revuelto y con ganas de vomitar”. En cuanto a las revisiones y el reajuste de la medicación, “viene a ser entre 6-9 meses, salvo que haya algo raro antes. Dependiendo del especialista hay analíticas de sangre, placa de tórax, ecocardiograma…”.

La suerte en manos de la matemática genética

Al ser de transmisión genética poco se puede hacer si tus padres lo padecían. “Cuando murió mi padre se sabía poco de la enfermedad”, recuerda Luis. “El médico decretó que había fallecido ‘de cosa mala’. No pudo evitar transmitírmelo a mí y yo no sé si mi hija de 9 años lo habrá heredado. Pero como el Andrade, en caso de despertar, no lo hace hasta pasados los 20 años, no le haremos las pruebas hasta los 18. No puedes cargar a una criatura con el peso de saber que es portadora y que viva la agonía de no saber si se va a desarrollar o no”.

Desde hace dos décadas se ha ido generalizando el consejo genético (que todos los familiares directos se hagan pruebas para saber si son portadores). De salir positivo, aunque se sea asintomático, es posible transmitir la enfermedad a los hijos. “Puede evitarse con un diagnóstico genético preimplantacional, que es seleccionar los embriones libres del gen mutado para su implantación. Con que nuestra descendencia ya no lo porte, en varias generaciones podríamos erradicar la enfermedad para siempre”. La fecundación in vitro, sin embargo, no siempre sale bien. Catilena y su pareja lo intentaron, pero el embarazo no llegó. “Un año después me diagnosticaron la enfermedad. Tal vez fuera mejor así, no sé si tendría fuerzas para criar a un niño en mi estado”.

Al escuchar el diagnóstico y saber que se trata de algo crónico y degenerativo lo primero que se pregunta es por la esperanza de vida y con qué calidad. En unas décadas se ha pasado de sobrevivir unos pocos años (algunos estudios no daban más de 7-10 años de vida) a estar a punto de convertirse en una enfermedad crónica, pero controlada gracias a fármacos de última generación. Pero, sobre todo, al paciente le angustia la culpa por haberlo podido transmitir a sus hijos sin saber o la duda de si podrá librar a su futura descendencia. Aquí entran las matemáticas y la probabilidad: si el portador heredó el gen mutado de uno solo de sus progenitores, las posibilidades de que sus hijos lo hereden son del 50%. Si también lo es su pareja, el riesgo sube al 75%. Pero basta con que uno de ambos lo heredara de sus dos padres, para que toda la prole sea en un 100% portadora de la mutación. Por eso es tan importante que todos los familiares directos se hagan tests genéticos.

Hasta que la enfermedad se manifiesta, el portador es un individuo sano. De media hay un 16% de posibilidades de desarrollar sintomatología, “aunque la penetrancia varía mucho dependiendo de la zona”, matiza la doctora Bosch. Los científicos estudian ahora qué factores epigenéticos influyen en que esta dolencia se despierte y cómo desactivarlos.

Lo primero, localizar el baño

Vivir con Andrade depende cómo se manifieste y hasta dónde limiten sus efectos. “En mi caso lo más incapacitante no es el dolor o la falta de sensibilidad en los pies. Es la sensación diaria e imprevista de urgencia por ir al baño. Soy fisioterapeuta, pero estoy de baja. Era imposible con las diarreas, el uniforme blanco y la proximidad al paciente. Cuando Mallorca entró en Fase 2 y pudimos por fin ir a la playa tras el confinamiento, bajé un rato y, al momento, tuve que buscar un aseo a contrarreloj”, confiesa Catilena. “Intentas llevar una vida normal, pero hay muchos cambios. Rindes menos en el trabajo porque si te pasas una noche de carreras al váter, no descansas. Tu vida social también se resiente. Estás cenando con amigos y te tienes que excusar de golpe porque ves que no llegas. Incluso condicionas tu vida personal. Antes cada verano me cogía el coche y recorría un país de Europa. Ya no. Cuando salgo, huyo de lugares con mucha gente. Y nada más llegar, miro dónde está el WC y cómo está”. A Luis, la insensibilidad de rodilla para abajo y la baja inmunidad tras el trasplante, le han jugado alguna mala pasada. “Salir a pasear, estrenar calzado, que te roce y regresar a casa con los pies en carne viva porque no notas dolor. Y luego, cuida esas heridas bien, porque tardamos más en cicatrizar y hay mucho riesgo de que se infecten al estar inmunodeprimido”. Hay casos más graves. “Tengo un compañero en la Asociación que apoyó los pies en el brasero. Se estaba quemando y no lo notó hasta que le llegó el olor”.

La importancia del diagnóstico precoz

Cuando la enfermedad te ha arrebatado a tu padre o a tu madre y sabes que es hereditaria, es fácil tener pánico a hacerte las pruebas diagnósticas. Luis confiesa que conoce casos de personas que, “incluso, empezando los síntomas, se niegan por miedo a saber la verdad. Sucedía más hace 5 años, cuando la única solución era el trasplante. En 2020 es un error que juega en tu contra. Lo importante es el diagnóstico precoz porque ya no hay que someterse esa cirugía sí o sí y hay fármacos que retrasan mucho el avance de la enfermedad. Sobre todo, si se afronta de forma precoz. Si lo demoras, acabas sufriendo un deterioro irreversible que va a lastrar tu estado de por vida”.

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