La enfermedad del hígado graso no asociado al consumo del alcohol (NAFLD, por sus siglas en inglés) tiene una prevalencia en España del 25 por ciento. Incluso “va en aumento, porque es una epidemia”, asegura Rocío Aller de la Fuente, directora científica del Instituto de Endocrinología y Nutrición de Valladolid (IENVA) y miembro de la Asociación Española para el Estudio del Hígado (AEEH), en una entrevista con Gaceta Médica.
Y es que las enfermedades no transmisibles como el hígado graso son –COVID-19 aparte– la pandemia del siglo XXI. Según la Organización Mundial de la Salud (OMS), en su conjunto, este tipo de enfermedades provocan 41 millones de fallecimientos cada año, lo que equivale al 71 por ciento de las muertes que se producen en el mundo.
Como su nombre indica, el hígado graso se manifiesta un cúmulo de grasa dentro del mismo órgano. En concreto “más de 5 por ciento de grasa”, especifica Rocío Aller. Ese cúmulo de grasa puede ser una esteatosis simple o derivar hacia formas más avanzadas. “Puede evolucionar a esteatohepatitis o a fibrosis hepática, con peor pronóstico para el paciente”, apunta la experta.
Asimismo, el paciente con NAFLD también puede desarrollar cirrosis y cáncer de hígado. “De hecho, en Estados Unidos esta enfermedad es la principal causa de trasplante hepático. Mientras, en España es la segunda causa”, asegura Aller. “Además, es una de las causas más frecuentes de carcinoma hepatocelular, incluso sin tener cirrosis”, añade.
Enfermedad multifactorial
Los principales factores de riesgo en esta enfermedad son de tipo metabólico. “La NAFLD es más frecuente en personas con obesidad, diabetes tipo 2 (DM2), síndrome metabólico, hipertensión, dislipemia, obesidad central…”, enumera Aller. Pero, fundamentalmente, está determinada por el estilo de vida actual, con una dieta poco saludable, falta de ejercicio físico y hábitos muy sedentarios.
El perfil de estos pacientes son personas de edad media, “dado que la edad es un factor de riesgo al tener más tiempo para progresar la enfermedad”, continúa la especialista.
Sin embargo, apunta la experta, también hay pacientes que pueden desarrollar la enfermedad sin tener sobrepeso. En este caso, debido a factores genéticos o a una dieta no saludable. “A largo plazo, produce una inflamación crónica de bajo grado sistémica además de la lesión hepática”, concluye Aller.
Por ejemplo, en países de Sudamérica y Estados Unidos se registran prevalencias más altas porque “hay tasas de obesidad más elevadas y la comida es menos saludable”, indica la especialista. Por otro lado, en Oriente Medio hay menos individuos obesos, pero también se manifiesta esta enfermedad porque “tienen alteraciones genéticas que pueden predisponer a ella”.
‘Sospechar’ la enfermedad
Una de las características que complican el diagnóstico es que se trata de una enfermedad silente. Al no haber sintomatología, la NAFLD puede progresar y, en ocasiones, el diagnóstico llega ya en fase de cirrosis.
La detección de la enfermedad se produce cuando en una analítica se identifica alguna alteración de las pruebas de función hepática (las transaminasas). “Pero solo el 50 por ciento tienen esta alteración”, avisa Aller. Por ello, la labor de los médicos de Atención Primaria es fundamental: “Siempre es más importante prevenir que curar”, asevera.
Así, el médico de AP y el hepatólogo tienen la labor de “sospechar la enfermedad”. “Si no existe la sospecha, el diagnóstico se puede retrasar”, asegura Aller, quien especifica que la dieta y el estilo de vida poco saludable de la población de riesgo puede ser un indicador de alerta.
Tratamiento y prevención
Esta enfermedad no dispone de un tratamiento específico. Únicamente existen tratamientos para los factores de riesgo: diabetes, síndrome metabólico, dislipemia, etc. Y, a pesar de que hay varios ensayos clínicos en fase III que están investigando fármacos, “a fecha de hoy no hay ninguno aprobado”, indica Aller. En su opinión, resulta difícil su abordaje al tratarse de una enfermedad multifactorial.
Sin embargo, la manera de prevenir la NAFLD está clara y es un aspecto clave: “Cambiar el tipo de dieta, utilizando una con patrón mediterráneo (rica en frutas, verduras, pescado azul, aceite de oliva, cereales enteros, etc.); evitar azúcares simples, bebidas azucaradas, la fructosa o grasas saturadas; hacer ejercicio físico —tanto aeróbico como anaeróbico— y evitar el sedentarismo”, puntualiza.
A falta de tratamiento, la dieta es muy eficaz: “Se ha demostrado que un 10 por ciento de pérdida de peso permite la regresión en la fibrosis, que es la fase más avanzada de la enfermedad”, señala. Asimismo, es importante prevenir el sobrepeso y la obesidad desde la edad infantil porque “un 30 por ciento de los niños padecen obesidad”.
Y es que se trata de una enfermedad relativamente reciente debida a los patrones alimenticios actuales. “Ahora nuestra alimentación está llena de alimentos procesados y ultraprocesados, que pueden producir modificaciones en el genoma y desembocar no solo esta enfermedad, sino varios tipos de cáncer”, advierte.
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