¿De qué hablamos cuando hablamos de muerte cerebral? Es una dramática pregunta a la que, diariamente, nos enfrentamos en las unidades de emergencias o los hospitales. Además, desde los años setenta del siglo pasado, el problema se ha agudizado con la generalización de técnicas como la respiración asistida. Hasta entonces, se consideraba que alguien había muerto cuando dejaba tener pulso y de respirar pero, con esos sistemas, algunas personas pueden mantener sus constantes básicas por bastante tiempo. Así que hubo que buscar una definición de muerte que, obviando la ayuda mecánica, se centrara en la actividad de sus cerebros. Se necesitaba asociar esa actividad con la capacidad para aunar la percepción que cada uno tenemos de nosotros mismos y los diferentes estímulos sensoriales que nos llegan. En definitiva, con la consciencia y, por tanto, relacionar estar vivo con conservar la función cerebral.
Este es el punto clave: no se produce la muerte de la persona porque se le quiten todas las medidas terapéuticas, como la respiración asistida, sino que se suspenden los procedimientos de reanimación o soporte vital porque, al parar su cerebro, ya ha muerto. Así que la definición de muerte cerebral, o encefálica, que es el término correcto en español, viene de entonces y se trata de un coma arreactivo que tiene completa ausencia de reflejos troncoencefálicos; es decir, que la persona no respira, ya no es capaz de responder a ningún estímulo, no controla su temperatura, ni queda ninguna posibilidad de reconexión de las estructuras de control básico para la vida.
En nuestros cerebros tenemos un sistema de regulación de cuya actividad dependen todas las constantes vitales, que hace que lata el corazón, despertemos por la mañana, sudemos o funcione el tubo digestivo. Del control de ese sistema se encargan las neuronas que están en el tronco del encéfalo que proyectan directamente sobre otras estructuras superiores como la corteza. Es el sistema de activación reticular ascendente, y ya el nombre da una pista de lo que hace: es una red, un conjunto de conexiones, que movilizan todos los sistemas cerebrales y que, en su nivel más alto, nos permite ser conscientes de nosotros mismos y del mundo que nos rodea.
Una persona está en estado vegetativo cuando se desconecta la corteza de este sistema. Dado que las neuronas producen señales de tipo eléctrico, la forma más frecuente de identificar este proceso son los datos obtenidos del electroencefalograma, pero existen otros sistemas, como el empleo de los potenciales evocados y, por supuesto, la información que suelen aportar técnicas como el TAC o las resonancias magnéticas. Según se van haciendo menores las señales que se recogen, va descendiendo el nivel de consciencia de la persona. Cuando el sistema entra en fracaso es cuando el médico tiene que comunicar a las familias que se ha producido la muerte cerebral y hay que parar el sistema de reanimación, es decir, se ha producido el cese total e irreversible de la actividad cerebral.
Hasta los años sesenta, se consideraba que alguien había muerto cuando dejaba tener pulso y de respirar pero, con los sistemas de respiración asistida, algunas personas pueden mantener sus constantes básicas por bastante tiempo
Así que la respuesta a qué le pasa al cerebro cuando se produce la muerte cerebral es, básicamente, que el cerebro se ha parado, ha dejado de funcionar, ya no hay señales en las neuronas, ni conexiones entre ellas. Hoy por hoy, se considera un momento crítico para la vida de las neuronas, que la presión intracraneal supere la presión arterial sistólica (que es la que viene del corazón) lo que dará lugar a la parada circulatoria cerebral, porque lo que permite que se mueva la sangre es la diferencia de presión. Si no circula la sangre, las neuronas se deterioran muy deprisa, no pueden seguir activas ni mantener las conexiones entre ellas, es decir, el cerebro deja de funcionar. Se muere.
Hasta ahora este proceso se ha considerado irreversible. Sin embargo, muy recientemente, un grupo de la universidad estadounidense de Yale ha conseguido preservar algunas funciones celulares básicas en los cerebros de cerdos muertos abriendo con ello una nueva frontera a la investigación sobre los límites de la vida. Bien es cierto que, a pesar del éxito conseguido, no se ha podido encontrar actividad eléctrica que indicase que los cerebros volvían a funcionar. Este trabajo reabre el debate sobre la resucitación cerebral, pero la realidad es que la investigación sobre este asunto no es nueva. Siempre ha resultado fascinante explorar remedios para el daño neuronal. Lo que ocurre con las neuronas es que, salvo unos pequeños grupos de ellas que están en zonas muy localizadas del cerebro, tienen capacidad cero de reproducirse. Cada neurona que muere en tu cerebro es una neurona menos que vas a tener para siempre. Así que el descubrimiento de cualquier mecanismo que consiguiera frenar o, incluso, reparar el daño celular de las neuronas y ponerlas a funcionar de nuevo, al menos en teoría, lograría resucitar el cerebro. De ahí la importancia del hallazgo hecho en cerdos que estaría en la vía de detener el deterioro cerebral que conlleva la muerte. Otras líneas de estudio están explorando el empleo con mensajeros protectores, o el control de la inflamación asociada a los procesos de daño cerebral. Todo ello encaminado a preservar la integridad anatómica de las neuronas y que, de esa manera, puedan recuperar su funcionalidad. Pero no parece que sea algo que vayamos a conseguir en un futuro muy cercano.
Susana P. Gaytán es fisióloga e investigadora del grupo de Neurobiología de Vertebrados de la Universidad de Sevilla.
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