Cuando se acerque su último suspiro, el doctor en bioquímica Rodolfo Goya (65), investigador del Conicet en la Universidad Nacional de La Plata (UNLP), va a intentar una zancadilla final a la muerte: será congelado a menos de 190 grados en un instituto de Michigan y colocado en un termo o criostato, cabeza abajo, junto a otros cinco “pacientes”.
Su sueño es que en un plazo incierto (15, 30, 50 o 100 años) la ciencia consiga atacar las causas de su senectud y enfermedad y lo “resucite”. Y que incluso pueda ser mejorado. “La criónica, preservación de cuerpos a baja temperatura, es una nave al futuro que no se sabe dónde va a aterrizar”, dice en su laboratorio de la Facultad de Medicina. Y agrega: “Pero estoy seguro de que la tecnología va a lograr vencer a la muerte. Y lo mejor que puedo hacer, mientras tanto, es congelarme y esperar ese futuro”.
Vivir hasta los 100, 115 o 150 años está dejando de ser la meta ambiciosa que supo ser. Y la actitud de Goya simboliza un creciente espíritu de resistencia entre científicos, tecnólogos, futuristas y emprendedores: la convicción de que el envejecimiento y la muerte no son un destino ineludible de los seres vivos y que se puede interferir en los mecanismos bioquímicos que los desencadenan o reparar los daños que producen. Los más cautos o modestos aspiran a extender la esperanza de vida algunos años o décadas. Por ejemplo, hasta 150 años. Para los más optimistas, en cambio, en el mediano y largo plazo no resulta utópico vivir cientos o miles de años, en buen estado de salud.
“El envejecimiento es el principal problema del mundo. Causa 100.000 muertes por día. No hay nada que cause más sufrimiento”, asegura el biogerontólogo inglés Aubrey de Gray (53), uno de los promotores más entusiastas de la posibilidad de la extensión radical de la vida. Graduado en ciencias de la computación, doctorado en biología en la Universidad de Cambridge y dueño de una tupida barba que le confiere un aire de profeta, De Gray postula que el deterioro del cuerpo con la edad no es distinto del que sufre un auto o cualquier máquina con el paso de los años. Y que la receta para hacerle frente es la misma: realizar un mantenimiento preventivo exhaustivo. “Podemos hacerlo con las máquinas. Y también podemos hacerlo con el cuerpo”, se entusiasma.
El tratamiento consistiría en la aplicación de células madre, anticuerpos, enzimas y otras sustancias que sustituyan piezas, corrijan anomalías o limpien al cuerpo de sus desechos después de los 50 años. En una videoconferencia que brindó en octubre del año pasado en el Campus Party Argentina, y que tuvo lugar en el predio de Tecnópolis, De Gray proyectó que esa técnica podría estar disponible dentro de 20 años. ¿Caro? Tal vez no. El especialista afirma que a los gobiernos les resultará más económico asegurar su provisión que costear las aflicciones de la vejez.
En su última novela, “Cero K”, Don DeLillo define a los centros de criónica como “una promesa más segura que los más allá de las religiones”. Pero De Gray no se queda muy atrás. Cuando un asistente al evento de Buenos Aires le preguntó respecto de la edad máxima que podría alcanzar un ser humano con su enfoque preventivo, respondió: “Es imposible poner un límite. Si se mantienen las muertes por accidentes, suicidios y pandemias, la expectativa promedio de vida podría ser de unos pocos miles de años. Pero, si, como creo, en el futuro vamos a bajar esas otras causas de muerte, se podría vivir aún más tiempo”.
De hologramas a células madre
La batalla final contra el progresivo declive físico y mental asociado a la edad es también la nueva fiebre del oro en Silicon Valley. Empresas como Google; billonarios como Peter Thiel (fundador de PayPal) y Larry Elison (fundador de Oracle); y científicos como Craig Venter, uno de los “padres” del proyecto genoma humano, crearon recientemente o invirtieron fortunas en compañías biotecnológicas orientadas a aplazar la hora del entierro.
Algunos caminos para la inmortalidad son dignos de películas de ciencia ficción. Implican fusiones del humano con las máquinas, copias de back up de nuestra información o mentes que se transfieren a cuerpos artificiales u hologramas entre 2035 y 2045. Ray Kurzeil, un inventor, científico y futurista, pronostica que para 2029 la tecnología médica va a ser capaz de agregar un año adicional a la expectativa de vida remanente por cada año que pase. Como si la muerte fuera ese horizonte que se aleja a medida que uno avanza.
Goya, el investigador de La Plata, comparte esa tenaz rebeldía ante ¿lo inevitable? “Para quien no cree en Dios, la muerte es una tragedia. La casualidad [de una persona que sea como uno] no se va a repetir”, lamenta. Pero no sólo espera que otros resuelvan el problema para cuando él se congele, sino que desde hace décadas también explora métodos en modelos de laboratorio para retrasar el envejecimiento y prolongar la vida. “Pensé que se trataba de un problema lo suficientemente importante como para dedicarle mi vida científica”, dice.
Primero probó con las hormonas, cuyos niveles en humanos declinan después de los 30 o 35 años y sonaba una estrategia lógica. Por ejemplo, los promotores de la suplementación con hormona de crecimiento sostienen que sube las defensas, fortalece los huesos y los músculos, reduce los acúmulos adiposos, favorece la vida sexual y disminuye las arrugas.
Sin embargo, en sus experimentos, Goya descubrió que los animales bajo tratamiento hormonal lograban un rejuvenecimiento temporario (por ejemplo, recuperaban el brillo del pelo), pero a las pocas semanas se volvían resistentes a la intervención. “La hormona es un componente, pero también se necesitan receptores [sobre los que actúen]. Si hay muchas llaves y ninguna cerradura, la puerta no se va a poder abrir”, resume. También hay riesgos de efectos adversos.
Después de trabajar con la transferencia de genes en ciertas regiones del cerebro que funcionan mal con la edad, Goya decidió probar suerte con las células madre: esos manantiales “pluripotentes” que tienen la capacidad de convertirse en una neurona, un hepatocito o cualquier otra célula especializada cuando encuentra las señales adecuadas. Comodines biológicos que albergan la promesa de restaurar o rejuvenecer tejidos, aunque las evidencias en pacientes todavía son muy preliminares.
Sin demasiadas expectativas, según él mismo admite, Goya y su equipo comenzaron a aplicar dos inyecciones mensuales de células madre humanas en una sola rata que tenía seis meses, lo que equivale a una persona adulta de 35 o 40 años. Los resultados fueron asombrosos: mientras que el resto de los ejemplares de su especie no superó los 28, 31 o 36 meses de vida, el roedor tratado (al que apodaron “Number One”) alcanzó los ¡44 meses! Algo así como si fueran 17 años más en una persona. Y sin signos de declive físico. “Es el mayor logro que tuve alguna vez en el laboratorio”, enfatiza Goya. “Lo vi con mis propios ojos. No creo en los ovnis, pero si aterriza uno en el patio de mi casa, voy a creer”.
La revista “Rejuvenation Research” reportó el caso en agosto de 2016, por lo inusual. Goya espera ahora obtener fondos para replicar la experiencia en una muestra mayor. O que otros científicos lo hagan. Quizás no sea todavía la receta de la inmortalidad a la que aspira, pero imagina que puede ser uno de los caminos para mantener el bienestar por más tiempo y disfrutar más cumpleaños propios.
Cantidad y calidad
Por supuesto, como la literatura y el cine insisten en recordarnos, vivir mucho más tiempo no necesariamente resulta una bendición.
Sin embargo, quienes investigan estrategias para prolongar la expectativa de vida aseguran que la calidad de los años ganados no se negocia. Y que el esfuerzo representa la mejor inversión concebible para mejorar la calidad de vida de los adultos mayores y la gestión de los recursos de salud. El enemigo es el envejecimiento, no los viejos.
Los pasos de la ciencia en ese camino pueden ser chiquitos, pero prometedores. Como recuerda el emprendedor y tecnólogo Santiago Bilinkis, no hace falta que aparezca de la noche a la mañana una solución que nos garantice vivir 1.000 años: puede hacerse de forma progresiva. Una persona que hoy tiene 40 puede estimar que le queda otro tanto por delante. Pero, si en el transcurso de esas cuatro décadas, la expectativa de vida humana se extiende hasta los 120 años, cuando llegue a los 80 le quedarán por delante los mismos 40 años que le quedan hoy. “Y cuando esa persona esté rondando los 120 años, cerca del fin del siglo XXI, quizás los avances científicos hayan logrado extender la vida a los 170, es decir, tendrá por delante más de lo que tiene hoy. En un cierto sentido, será más joven que ahora”, sintetiza.
Las señales alentadoras se suceden. En diciembre pasado, un equipo de investigadores de Estados Unidos logró la reprogramación parcial de células de un ratón vivo transgénico, haciendo que expresaran de manera intermitente ciertos genes (conocidos como “factores de Yamanaka”) que son característicos de las células madre embrionarias. Y fue como si hubieran recreado el destino de Benjamin Button. Los roedores, afectados por una forma de envejecimiento prematuro, mejoraron la función de sus órganos y vivieron un 30% más de tiempo.
“Es algo milagroso”, se entusiasma Goya, quien ahora planea replicar esa experiencia junto con colegas de Montevideo. De acuerdo con el bioquímico, rejuvenecer a una persona va a ser más difícil que hacerlo con un ratón, aunque cree que en el futuro se van a poder activar los genes “dormidos” de Yamanaka mediante el uso de drogas. “Donde parecía que había una pared, se ha abierto una puerta”, sentencia.
Al alcance de la mano
Ninguno de los expertos deja de recomendar los hábitos saludables, como una buena alimentación, el ejercicio o la reducción del estrés. El nivel educativo también guarda una relación directa con la longevidad. Pero, tal como advierte con crudeza De Gray, mejorar la calidad de vida y ayudar a prevenir enfermedades no implica que sirvan para frenar el proceso de envejecimiento per se. “El cuerpo va acumulando daños por el solo hecho de respirar, y eso no lo podemos evitar”, reitera.
El mantenimiento preventivo, el rejuvenecimiento con reprogramación celular y la fusión con máquinas suenan lejanos. De todos modos, existen algunas estrategias que hoy están, en teoría, más al alcance de la mano y que parecen prolongar la vida en buenas condiciones. Una de ellas es la llamada “restricción calórica”: una dieta estricta que consista en disminuir un 25 o 30% la ingestión diaria de calorías. Desde 1935, el método demostró extender hasta un 50% la longevidad en modelos animales, incluyendo mamíferos. Según algunos autores, sería una de las explicaciones de que la isla de Okinawa, en Japón, tenga la mayor proporción en el mundo de habitantes centenarios: por razones culturales, la población adulta consume un 20% menos de alimentos que en el resto del país.
Sin embargo, la restricción calórica también puede dañar la inmunidad y la cicatrización de heridas. Y, por sobre todas las cosas, ¡es muy difícil de sostener en el tiempo!
Otro enfoque, quizás más realista, consiste en la administración de dos antiguos medicamentos: rapamicina (aprobado para prevenir el rechazo de trasplantes) y la metformina (para controlar la diabetes tipo 2). Por mecanismos que no están del todo claros, pero que simulan aspectos de la restricción calórica e interfieren con el metabolismo de las células, ambas drogas parecen retardar la declinación asociada a la vejez en múltiples sistemas de órganos.
Uno de los científicos que defienden esa estrategia, Mikhail Blagosklonny, del Roswell Park Cancer Institute de Buffalo, Estados Unidos, propone sumarlas a un cóctel preventivo que también incluya un antihipertensivo, una estatina para el colesterol, aspirina, propranolol y Viagra (además de dieta y ejercicio), según escribió en mayo en la revista “Oncotarget”.
Para Blagosklonny, no hay tiempo que perder: “Si queremos vivir más tiempo, tenemos que participar de ensayos clínicos [que prueben este enfoque]”, instó. Pero otros colegas, no sin razón, abrigan temor de los posibles y variados efectos adversos de la medicación.
El microbiólogo argentino Roberto Grau está explorando otra táctica: el uso de un probiótico, la bacteria del suelo Bacillus subtilis. Una de las variedades del germen se consume en Japón desde al menos 500 años en un alimento a base de soja fermentada (natto o “queso vegetal”). Por otra parte, ese país tiene la expectativa del mundo más alta del planeta. “Quizás no se trate de una mera coincidencia”, razonó.
En su laboratorio de la Facultad de Ciencias Bioquímicas y Farmacéuticas de la Universidad Nacional de Rosario (UNR), Grau alimentó a un gusano con esa bacteria y comprobó que extendía su longevidad a un nivel comparable con el de una persona que soplara 120 velitas. “Y con la vitalidad de uno de 50”, según le dijo a la prensa.
“No me animaría a plantear que hay un paralelismo absoluto entre un gusano y un humano, pero estoy convencido de que puede producir beneficios considerables”, sostiene un integrante del equipo de Grau, Federico Argañaraz. Otro de los investigadores, Marco Bartolini, agrega: “La mayor ventaja de este probiótico es que forma esporas [estructura que le permite sobrevivir a condiciones adversas] y no altera los atributos de los alimentos, por lo cual se puede poner en cualquier lado. ¡Hasta en el mate!”. Con rapidez de reflejos, para el año próximo se espera que una empresa argentina empiece a comercializar la primera yerba con la bacteria de la longevidad.
La “vacuna” de la longevidad
La última de las recetas anti-age que está siendo ensayada en animales es la llamada “hormesis”: el beneficio que recibe una célula u organismo después de la exposición a dosis bajas de un agente químico o factor ambiental que, en dosis altas, hubiera sido dañino. Una especie de vacuna que, para algunos especialistas, puede ser la llave para que los seres humanos vivan más. O, al menos, para que extiendan el período de independencia funcional y lucidez mental.
“La dosis óptima de un tratamiento de hormesis para cada persona dependerá de su fondo genético, como también del ambiente que experimentó a lo largo de su vida”, puntualiza Fabián Norry, investigador del Conicet en el Instituto de Genética y Evolución de Buenos Aires (IEGEBA), que funciona en la Facultad de Ciencias Exactas y Naturales de la UBA. Por ahora, Norry y su grupo probaron la estrategia en cepas de moscas, con resultados alentadores. Por ejemplo, en un estudio que publicó a fines de 2016, mostró que la aplicación de más de diez “pulsos” diarios de calor a lo largo de toda la vida duplicó la longevidad de una línea de la mosca Drosophila Melanogaster.
Algunos entusiastas ya aplican el método en su rutina cotidiana: por ejemplo, se duchan cada mañana con agua fría o toman baños sauna. Sin embargo, Norry y otros científicos advierten que antes se necesita caracterizar mejor los mecanismos involucrados.
En cualquier caso, no se trata sólo de un problema de la ciencia. Frente a los avances de la tecnología, y la promesa de lograr prolongaciones sustantivas de la longevidad, existen voces de preocupación respecto del impacto social, político y económico de estas iniciativas. ¿Qué va a pasar con el trabajo? ¿Con la superpoblación del planeta? ¿Con los sistemas de jubilación? ¿Con las condenas a perpetua? ¿Con el estancamiento cultural? ¿Con los dictadores que se eternizan?
Los impulsores de estas estrategias esgrimen dos tipos de respuestas. Por un lado, el escenario demográfico no sería tan apocalíptico como muchos temen (prolongar la vida no implica extender el período reproductivo). Por el otro, suponen que los riesgos sociales de las intervenciones que favorecen una larga vida saludable no justifican rechazar los beneficios que implican. Y que la misma sociedad va a encontrar respuestas. “Vamos a tener más manos y mentes disponibles para ayudar a resolver esos temas globales”, dice a NOTICIAS la psicóloga rusa Elena Milova, directora del consejo de la ONG “Life Extension Advocacy Foundation” (LEAF).
Es difícil imaginarlo, claro, pero quizás convenga mantener la cabeza amplia respecto de ese futuro. El biólogo Lewis Wolpert (87), autor del libro “Por ti no pasan los años”, escribió en 2011: “Yo no quiero formar parte de ese cuarto de la población mayor que vive en una residencia para mayores y me haría feliz morir apaciblemente en mi casa a los 85 años”. Y luego agregó: “Pero tal vez cambie de opinión”.
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