Con enorme dolor, con gran celebración ante la vida productiva de un gran médico y humanista, rendimos tributo al doctor Horacio Jinich, quien el pasado 28 de diciembre murió en su hogar en San Diego, donde residía. Comparto con los lectores de Diario Judío un texto que pronuncié en febrero de 2014, durante la presentación de uno de sus libros.
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Durante su vida productiva como médico, Horacio Jinich escribió cerca de ocho libros académicos de medicina clínica, incluyendo investigaciones sesudas sobre el dolor, la gastroenterología, las enfermedades del hígado, la electrografía y el diagnóstico—Signos y síntomas cardinales de las enfermedades cuenta ya con más de seis ediciones y sigue siendo material de estudio en las facultades de Medicina de nuestro país—, pero, pienso yo que, quizá, ninguno de estos libros refleja con mayor profundidad la personalidad del doctor Jinich como Diálogos filosóficos de Samuel Lieberman, la obra que hoy presentamos en una segunda edición revisada y ampliada, que se suma a la que fue presentada hace una década.
Lo afirmo no porque este volumen sea un docto compendio de filosofía, ni una obra medular que dé respuestas unívocas al entendimiento de la existencia, del conocimiento, la verdad o la moral, sino precisamente por lo que no quedó escrito en sus páginas. Por el gesto que sirvió como fuente de inspiración: ser un canto de gratitud de un hombre nonagenario a su maestro. Horacio Jinich honra a la figura tutelar que lo formó al salir de la adolescencia, al maestro que lo incitó a cuestionarse, al amigo de tertulias que lo condujo a pensar de manera crítica y a abordar los temas científicos y filosóficos desde una margen diferente.
A través de las páginas de este libro, permeado de la conmovedora modestia del autor, Horacio Jinich pretende dar vigencia al pensamiento de Samuel Lieberman, un hombre autodidacta sin formación universitaria o académica, un brillante líder que supo acoger a sus alumnos. Horacio lo conoció casualmente, en aquella época en la que los estudios clínicos aún rozaban en lo rudimentario; la gastroscopía, por ejemplo, contaba el mismo Horacio, era entonces una prueba para valientes que arropados por varios fornidos enfermeros se dejaban introducir un tubo metálico en su esófago.
En aquella década de 1940 Jinich estaba a punto de recibirse en la Facultad de Medicina de la UNAM, entonces ubicada en la vieja plaza de Santo Domingo, al salir de estudiar desvió sus pasos al Centro Cultural Israelita, ubicado a unas calles, en Cuba # 81. Casi nunca iba, sabrá qué lo encaminó a ese sitio donde, casualmente, Samuel Liberman, vestido con un traje viejo y mal planchado, disertaba con emotividad e impecable dicción sobre el socialismo.
Lieberman no tenía adeptos entonces. Por carecer de estudios académicos, los intelectuales de la Kehilá Ashkenazí lo ninguneaban, la mayoría de ellos había emigrado de Europa Oriental y contaba con estudios académicos en el Gymnasium. Contundente y erudito, Samuel Lieberman esgrimía comentarios lógicos que para Horacio fueron parteaguas. Sentía escuchar una voz profética. Al terminar la disertación lo abordó, convocó a un par de amigos para aprender de él, y muy pronto eran ya una cofradía que se reunía en casa del maestro Samuel, en su humilde apartamento en la calle de Paraguay, en cuyas paredes pendía un retrato de Benito Juárez y dos banderas mexicanas.
Eran un grupo de seis jóvenes alumnos siguiendo a Lieberman, entre ellos Saúl Lockier, colaborador del periódico Der Weg y quien sería redactor de la Enciclopedia Judaica de México. A decir de Jinich, Saúl era el más preparado, y Horacio el más apasionado: “Fui el más curioso, el más fiel, el que escribió las memorias de Samuel… Era una necesidad total de dialogar, de contestar preguntas, de buscar respuestas. Lieberman influyó en mi vida de manera total. Sus lecciones fueron la continuidad de lo que aprendí de mi padre en cuanto a comportamiento moral y filosófico”.
Samuel Lieberman había nacido en un pequeño poblado de Polonia, cerca de Austria y su educación se limitó a ser religiosa. Era modesto e inteligente, brillante en matemáticas, guapo, mujeriego y con gran sentido del humor. Decía él que un sabio triste, no es sabio. A causa de un conflicto de faldas, huyó de su pueblo en los albores de la Primera Guerra Mundial, buscó refugió en la frontera entre Polonia y Austria viviendo en absoluta pobreza, y fue el recuerdo de alguna exnovia judía lo que lo incitó a migrar a México. Ella vivía en Zacatecas y ahí llegó para casarse con ella. En la capital fincó su vivienda en la calle de Paraguay, en el Centro Histórico, a unas cuadras de su negocio, la tlapalería La Paleta Moderna.
El ritual era el mismo. Cada noche, cuando regresaba a casa con el overol embadurnado de pintura y cemento, se bañaba, se rasuraba el coco a ras y procedía a leer a Aristóteles o a Hume, a Descartes o Stuart Mill. Dos veces por semana se reunía con su devoto clan de alumnos-seguidores. Cito a Horacio: “Nos decía que es mucho mayor el deseo de la vaca de dar su leche, que la necesidad de la ternerita de beberla. Tenía sed de darnos sus conocimientos y, especialmente yo, lo visitaba muy a menudo”.
En aquella década de 1940, la guerra estaba en curso y muy pronto se supo del horror del Holocausto. Para Lieberman, como para la mayor parte del pueblo judío, ello fue una prueba de fuego que jamás pudo superar. Su familia se resguardó en la sinagoga junto con el resto de los judíos del pueblo, pero los polacos, enardecidos de odio, los quemaron a todos vivos dentro del recinto sagrado. Lieberman se lamentaba con Horacio: “Ellos eran buenos y murieron; yo, que hice algo malo, que cometí un error lamentable en mi vida, me salvé. ¿Dónde está la lógica?”.
A Horacio aún hoy lo persiguen los recuerdos, las memorias de cada diálogo que sostuvo con su mentor y amigo, la profundidad de su pensamiento, las caminatas con su cicerón en la Alameda. Recuerda la presencia de Lieberman en casa de los Jinich cada seder de Pésaj, cena de Rosh Hashaná o Yom Kipur. Las constantes visitas que Horacio le hizo a Lieberman en Israel, donde migró en la década de 1960; y la muerte de su maestro en San José, Costa Rica, sus últimos años en casa de su hija Clara cuando había enviudado.
“Los recuerdos son nítidos, no desaparecen”, insiste. Recapitula, por ejemplo, que él ya era médico, y Samuel, siendo totalmente autodidacta, le insistía que la úlcera que lo aquejaba podía ser producto de un microbio. Horacio, docto en el psicoanálisis y las doctrinas psicológicas, muy en boga entonces, le insistía que era más probable que aquellas llagas del tracto digestivo obedecieran a causas emocionales. Samuel no vivió para saberlo, pero finalmente tuvo razón. Años después se sabría que las úlceras son producto del helicobacter piloris. A decir de Horacio, Liberman era genial, su recuerdo ronda en sus pensamientos y, como un gesto de gratitud, sintió una imperiosa necesidad de mantenerlo vivo, de agradecerle, de escribir lo mucho que le debe, las lecciones filosóficas que de él aprendió.
Consciente que la vida no es más que un paso “de la nada a la nada”, “un relámpago entre dos infinitos de tinieblas”, Horacio se empeñó en preservar la voz crítica de su maestro: “Mi obligación moral es sostener su nombre, honrar su memoria”. No sólo escribió Horacio estos Diálogos filosóficos de Samuel Lieberman en partida doble, sino que además encuadernó todos los documentos que heredó de él, todas las notas de los encuentros, ordenó las grabaciones y las cartas, atesoró los recuerdos, y todo ello se lo entregó a Amos Lieberman, nieto de Samuel, a fin de que él pueda continuar el legado de su abuelo.
Es curioso, pienso yo, si no fuera por Horacio, pocos sabríamos hoy de Lieberman. Para nosotros, el propio Jinich, por su sabiduría, vocación y modestia, por el humanismo que impregnó a su profesión, por su nobleza espiritual, ha escalado un sitio aún más encumbrado que el de su maestro.
Para mí, el protagonista de esta noche no es Lieberman, sino Horacio Jinich, un excéntrico alpinista de cumbres en el ámbito de la ciencia y la filosofía, un hombre frágil y humano, uno de los galenos más destacados del país, un joven inquieto de noventa años que piensa, sana, escucha, se cuestiona y a lo largo de su productiva vida ha tendido la mano a sus congéneres con humildad y sabiduría. Un mentchn abnegado, de puertas abiertas, un estudioso que a través de la medicina encontró un camino para ayudar al prójimo y dar sentido a su vida.
Su estirpe le dio buenos genes. Jinich desciende de Isaac Abravanel, el teólogo, comentarista bíblico y empresario que en el siglo XV fue consejero de los reyes de Portugal, Castilla y Nápoles, y de la República de Venecia; y del Gaón de Vilna, el erudito del Talmud y la Cabalá, una de las mayores autoridades halájicas quien, en el siglo XVIII, aseveraba que el buen estudio de la Torá se complementa necesariamente con estudios seculares.
El rabino Elija ben Shlomó Zalman Kremer, mejor conocido como el Gaón de Vilna, no sólo estudió Torá y Talmud, sino también gramática hebrea, geometría, álgebra y astronomía. Tuvo varios hijos y una hija: Jina, la tatarabuela de Horacio, muy admirada en la región por sus conocimientos e inteligencia, al grado que la apodaban Rabina. Cuando a principios de 1800 el gobierno ruso obligó a sus súbditos a tener apellidos, la familia de Jina, en lugar de buscar como apelativo una profesión, decidió honrar a la matriarca colocándole a su nombre el sufijo ich, hijo de… en ruso, de donde el bisabuelo de Horacio se ganó el apellido Jinich, es decir hijo de Jina.
El papá de Horacio, Elías Jaim Jinich, nació en Starobin, hoy Bielorrusia, ciudad cuyo nombre significa “cien rabinos”. El mayor de nueve hermanos, Elías estudió para rabino, pero, a punto de titularse, influido por la Haskalá, se dio cuenta que no contaba con suficiente pasión para ser rabino y se volcó al estudio del hebreo, el Talmud y la historia secular del pueblo judío, dedicando su vida a la docencia. En 1913 se casó con Zelda, la madre de Horacio. La dicha de la pareja no duró mucho. Elías fue obligado a reclutarse para participar en la Primera Guerra Mundial y, sin noticias, ella pasó cuatro años criando en soledad a Jacobo, su primogénito. Cuando Elías regresó a casa en 1919, deprimido y traumatizado por la guerra, Rusia había vivido su propia revolución, los bolcheviques estaban en el poder, se padecían hambrunas, pogroms y las epidemias de tifo brotaban por doquier.
Elías, padre de Horacio, se dispuso a migrar en 1922. Recibió dos invitaciones. Por ser un notable conocedor de la lengua hebrea, la Universidad Hebrea de Jerusalem lo invitó como profesor para coadyuvar a la modernización de la lengua. La otra, que aceptó, fue de su hermano Abraham, dentista graduado en Columbia University, quien en México había hecho una fortuna importando productos y maquinaria dental desde Estados Unidos, un capital que le permitió traer a la capital mexicana a toda su familia en la década de 1920, salvándolos a todos del Holocausto. Nueve hermanos con sus respectivos hijos.
Horacio, quien se distinguió desde niño en los estudios por su memoria y capacidad de raciocinio, nació en México en 1923, nueve años después que su hermano Jacobo, nacido en Bielorrusia, y cuatro antes que Moisés, el menor de los hijos, futbolista de primera división y otorrinolaringólogo.
Elías Jinich, el padre, fue pésimo comerciante y la familia vivió penurias económicas que no impactaron en la educación de los hijos. Portando trajes remendados heredados de su tío, Horacio pasaba sus días en las bibliotecas públicas, ávido de conocimiento. Gran lector, fue el primero en la primaria Miravalles, ubicada en las calles de Durango; en la Secundaria #3, donde compartió ser el mejor alumno con Luis Echeverría; y ya luego, en la facultad de Medicina.
La medicina le permitió rondar las cumbres del éxito. Aunque no fue la motivación, le dio prestigio, fama y posibilidades económicas. Investido del poder sagrado de sanar, Horacio nunca perdió el piso. La calidez en su trato era oculto elixir, paliativo para curar. No en balde, llegaría a ser el médico y el amigo íntimo de personalidades de la política y los espectáculos, como la diva María Félix, y de gran parte de la comunidad judía.
Su triunfo obedeció a su ojo clínico, pero, sobre todo, a la intuición que heredó de su madre, de quien fue cercanísimo, a su visión holística de cuerpo y alma estrechamente entretejidos, y a su calidad humana. Nunca contempló a la enfermedad como algo descompuesto que había que sustituir o reparar. Con amorosa cercanía atendió a sus pacientes, los escuchaba y aconsejaba como un terapeuta que sana no sólo con medicamentos, sino con consejos y fe, con amistad, esperanza y futuro. Amigo de psicoanalistas, entendía que el ser humano es un todo: no sólo apelaba a curar la enfermedad, sino al enfermo, brindándole herramientas para vivir mejor.
En México, Estados Unidos, y especialmente en San Diego donde reside desde 1986, ha sido profesor universitario y médico practicante con un récord intachable. Decidió retirarse hace unos años porque temió que la falta de memoria lo traicionara. Miembro de la Academia Nacional de Medicina, se le reconoce por haber sido uno de los médicos que más han luchado en nuestro país por dar a conocer el humanismo en la medicina. Sostiene que la ciencia y el humanismo no son enemigos, sino que se complementan en un mismo objetivo. Le preocupa que la especialización médica, el avance de técnicas y tecnologías fragmentadas para curar la enfermedad, pierda de vista su primordial objetivo: el hombre.
Para él, la enfermedad es una lección que permite profundizar en nuestra comprensión, siempre incompleta, de la vida misma. El paciente, sostiene, no es un caso médico, sino un hombre o una mujer, un anciano o un niño que padece, una biografía única. Por ello insiste que la medicina clínica que identifica la individualidad y no las generalizaciones, es un arte. Un arte que debe leer y descifrar tanto los síntomas psicológicos —Jinich llama “el tercer oído” a los mensajes no verbales que se expresan a través del lenguaje corporal—, como los propios de la patología de la enfermedad.
Desde su perspectiva, el médico hereda las funciones del hechicero, del sacerdote y del curandero de la antigüedad. Un “brujo” colmado de vocación y sentido ético, que se preocupa por sanar no a las enfermedades, sino a los enfermos. Debe curar si se puede, aliviar el sufrimiento. Si no, el médico debe mantenerse junto a su paciente, jamás abandonar a quien padece. En esa forma sublime él encontró un por qué y un para qué de su efímera existencia.
A decir de su maestro Ignacio Chávez: un médico sin cultura humanista puede ser un buen técnico, pero no deja de ser un bárbaro. El médico cabal, el médico sabio, es quien comprende al hombre en sus aspiraciones y miserias, quien guía sus pasos con normas de belleza, bondad, cultura y justicia, quien conoce al ser humano que padece la enfermedad, y no a la enfermedad que padece la persona.
Justamente con esa máxima, Horacio Jinich, un hombre comprometido con sus principios, con la bondad y la belleza, guio sus pasos. Por eso insisto, el homenaje hoy es para él. Con una visión espinosista de Dios, siempre se ha comportado como si Dios existiera, obedeciendo cabalmente sus diez mandamientos. Ha sido, como le aconsejó su padre, un hombre que tiene cabeza, pero también corazón. Un hombre compasivo con ciencia. Un hombre con conocimientos, pero modesto y misericordioso.
La palabra doctor proviene del latín, docere: enseñar. Horacio Jinich es un doctor cabal. Un hombre que enseña. Nos enseña con la gratitud que aborda a su maestro. Nos enseña con sus actos. Con su vocación de ser un perpetuo estudiante, con su vida ejemplar, con el talento y sentido humano con el que se ha dedicado a hacer el bien.
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